sábado, 3 de noviembre de 2012

Cuando la música invade las imágenes de una película... y gotea sobre los recuerdos humedeciéndolos.



Suena ese acorde… dos notas se despegan como a desgana de las yemas del pianista. Las teclas juguetean y tu piel se ha clavado de frío. En tus ojos se muestra la escena de una película, congelada. Insistes en no mirar, en no mirarme, cada uno ha sobrevivido a su propia catástrofe.

El ritmo ambarino hormiguea por las paredes y parpadea en los cuadros. Dentro del pequeño local respiras satisfecha, sabes lo que soy capaz de hacer por ti y tarareas divertida, casi sin darte cuenta. ¡Ay! cuando un hombre ama a una mujer… las ilusiones crean divertidas formas entre el humo espeso de las expectativas.

Los latidos del corazón bombean cuando siento el redoble, mis pies quieren empezar a patear el suelo tranquilo, ajeno a cualquier clase de desvarío. Pero eso hace el cantante cuando llega a la nota más aguda, tan aguda que si acaso el cristal tiembla un poco, como aquella historia que hubo entre ella y yo, que llega a ser interminable.

Alma de blues disfrazada de nostalgia, miramos sin vernos y conseguimos unirnos en el mismo compás, al puro ritmo de saxo. Viajo a un pequeño pub irlandés, o quizá norteamericano, donde la pasión y el deseo se muestran tan descarados, tan descarnados, que es la expresión más baja de la música. Casi pegajosa se mezclan entre nuestras palmas traspasando la piel, calentando la sangre. Y por primera vez esa noche, nos miramos.

La visión de la batería brillante, plateada, inundada de sonidos distorsionados, nómadas; la gran pantalla de cine la envuelve, un proyector; el olor impaciente de las palomitas, blanquecinas y crujientes, que acompañan a la entrada más clásica de las bandas sonoras.

¿Y eso? La risa infantil escapa de tu boca tan brusca que me sorprendo, y enlazo tus pupilas claras con mis recuerdos. ¡Cuántas veces te disfrazaste de mí y yo de ti para bailar juntos esta algarabía de colores y sombras!

Es un puñado de notas sin sentido pero asalta la necesidad de subirse a la barra de madera astillada, donde la siguiente canción aguarda impaciente, va más allá de las imágenes, y el camarero espera tranquilo. ¿Estará recordando cuando se disfrazaba de otra persona? Una mujer quizá, de sonrisa ingenua, parecida a ti o completamente distinta, seguro que los labios le recordaban a esta bendita melodía.

La cerveza se balancea en mi mano rubia y apolillada, con esa fría canción de la que todavía recuerdo la letra como si fuera ayer. Y de nuevo vuelvo a mi piso de estudiante, a mis tardes de encierro sin comprender nada más que mi rutina y mi independencia fingida. Disfruto de la vibración del bajo, los demás empiezan a sonreír y a aplaudir con más fuerza, las rojeces de algunos no engañan y la excesiva alegría aumenta el calor.

Por fin nos vemos, y nos reconocemos, y recordamos. Vivimos esos momentos esperando que las notas apaguen la visión, demasiadas expectativas que nunca llegaron a cruzar el umbral de la distancia porque “la música es sinónimo de libertad, de tocar lo que quieras y como quieras, siempre que sea bueno y tenga pasión, que la música sea el alimento del amor”.

Y una vez más, escuchamos, cantamos, bebemos y nuestra historia acaba cuando el pianista deja de mover sus dedos.

 La música no se toca, se siente.