Suena ese acorde… dos notas se despegan
como a desgana de las yemas del pianista. Las teclas juguetean y tu piel se ha
clavado de frío. En tus ojos se muestra la escena de una película, congelada. Insistes
en no mirar, en no mirarme, cada uno ha sobrevivido a su propia catástrofe.
El ritmo ambarino hormiguea por las
paredes y parpadea en los cuadros. Dentro del pequeño local respiras satisfecha,
sabes lo que soy capaz de hacer por ti y tarareas divertida, casi sin darte
cuenta. ¡Ay! cuando un hombre ama a una mujer… las ilusiones crean divertidas
formas entre el humo espeso de las expectativas.
Los latidos del corazón bombean cuando
siento el redoble, mis pies quieren empezar a patear el suelo tranquilo, ajeno
a cualquier clase de desvarío. Pero eso hace el cantante cuando llega a la nota
más aguda, tan aguda que si acaso el cristal tiembla un poco, como aquella historia
que hubo entre ella y yo, que llega a ser interminable.
Alma de blues disfrazada de nostalgia,
miramos sin vernos y conseguimos unirnos en el mismo compás, al puro ritmo de
saxo. Viajo a un pequeño pub irlandés, o quizá norteamericano, donde la pasión
y el deseo se muestran tan descarados, tan descarnados, que es la expresión más
baja de la música. Casi pegajosa se mezclan entre nuestras palmas traspasando
la piel, calentando la sangre. Y por primera vez esa noche, nos miramos.
La visión de la batería brillante,
plateada, inundada de sonidos distorsionados, nómadas; la gran pantalla de cine
la envuelve, un proyector; el olor impaciente de las palomitas, blanquecinas y
crujientes, que acompañan a la entrada más clásica de las bandas sonoras.
¿Y eso? La risa infantil escapa de tu
boca tan brusca que me sorprendo, y enlazo tus pupilas claras con mis recuerdos.
¡Cuántas veces te disfrazaste de mí y yo de ti para bailar juntos esta
algarabía de colores y sombras!
Es un puñado de notas sin sentido pero asalta
la necesidad de subirse a la barra de madera astillada, donde la siguiente
canción aguarda impaciente, va más allá de las imágenes, y el camarero espera
tranquilo. ¿Estará recordando cuando se disfrazaba de otra persona? Una mujer quizá,
de sonrisa ingenua, parecida a ti o completamente distinta, seguro que los
labios le recordaban a esta bendita melodía.
La cerveza se balancea en mi mano rubia
y apolillada, con esa fría canción de la que todavía recuerdo la letra como si
fuera ayer. Y de nuevo vuelvo a mi piso de estudiante, a mis tardes de encierro
sin comprender nada más que mi rutina y mi independencia fingida. Disfruto de
la vibración del bajo, los demás empiezan a sonreír y a aplaudir con más
fuerza, las rojeces de algunos no engañan y la excesiva alegría aumenta el
calor.
Por fin nos vemos, y nos reconocemos, y
recordamos. Vivimos esos momentos esperando que las notas apaguen la visión,
demasiadas expectativas que nunca llegaron a cruzar el umbral de la distancia
porque “la música es sinónimo de libertad, de tocar lo que quieras y como quieras,
siempre que sea bueno y tenga pasión, que la música sea el alimento del amor”.
Y una vez más, escuchamos, cantamos,
bebemos y nuestra historia acaba cuando el pianista deja de mover sus dedos.
La música no se toca, se siente.
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